viernes, 24 de septiembre de 2021

Como árboles plantados a la orilla de un río

"Qué alegría para los que no siguen el consejo de malos, ni andan con pecadores, ni se juntan con burlones, sino que se deleitan en la ley del Señor meditando en ella día y noche. Son como árboles plantados a la orilla de un río, que siempre dan fruto en su tiempo. Sus hojas nunca se marchitan, y prosperan en todo lo que hacen." Salmos 1.1-3


Aunque nos negamos a aceptar que sea así, la vida es incierta. Como decía la famosa Mafalda: “ahora que me sé todas las respuestas, me cambiaron las preguntas”. Así pasan nuestros días, entre dudas, prejuicios, certezas débiles y muchas máscaras. Las religiones, las filosofías, las ideas políticas o el entretenimiento no ofrecen nada duradero. ¿Qué es lo único que puede hacernos felices? El hábito de meditar en la ley divina y deleitarse en ella.


Ante la confusión de nuestro mundo, es natural que enfoquemos nuestros pensamientos y deseos en querer comprenderlo y transformarlo. Sin embargo, todas las respuestas no son más que parches de papel en una presa de hormigón. Solo la meditación sobre la ley divina (todo el bien) proporciona respuesta, aliento y paz para la vida. Porque, bajo la ley, nos convertimos en la imagen externa de nuestros pensamientos internos; también porque la meditación conduce a la comprensión.




¿De qué manera alguien que medita en la ley divina es como un “árbol plantado al borde de las corrientes de agua”? La verdad es que, cuando vemos quiénes son los ricos del mundo, surgen profundas dudas sobre la bondad y la justicia. Sin embargo, Dios permanece fiel y firme, y en Jesús, manso, bondadoso y misericordioso, nos muestra su verdadero rostro y nos llama a manifestar su presencia en este mundo lleno de dolor y decepción. La ley divina nos proporciona el entorno mental y espiritual más adecuado para nuestro crecimiento y desarrollo en estos planos. Así, prosperamos según Dios y cumplimos infaliblemente nuestro destino como humanidad.

viernes, 17 de septiembre de 2021

El trigo y la cizaña

"Dejen que crezcan lo uno y lo otro hasta la cosecha. Cuando llegue el momento de cosechar, yo les diré a los segadores que recojan primero la cizaña y la aten en manojos, para quemarla, y que después guarden el trigo en mi granero." Mateo 13.30

No importa dónde miremos, vemos corrupción en todas partes y somos testigos de cómo el mal prevalece y prospera. El mundo en el que vivimos es desconcertante. Los sistemas políticos, ideológicos y religiosos siempre decepcionan. Y flota en el aire la incómoda pregunta: si Dios es bueno y soberano, ¿por qué no hace nada? "Porque al arrancar la cizaña podrían también arrancar el trigo".



Si prestamos atención, Jesús no dice que el trigo y la cizaña crecerán juntos en la iglesia, sino en el mundo. "El campo es el mundo". Las hijas y los hijos del reino son la buena semilla, plantados en el mundo para producir buenos frutos. Cuando el Señor oró por los creyentes de todas las edades, le suplicó al Padre: "No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno".

No es por nuestra piedad, nuestra moralidad o nuestro activismo que vamos a oponernos a la corrupción imperante, sino por medio de la fe, la esperanza y el amor. El Señor Jesús llevó todos los pecados del mundo a través del bautismo que recibió de Juan el Bautista, pagó la condenación de los pecados al derramar su sangre en la Cruz; resucitó de entre los muertos y así ha completado la obra de salvación para hacernos justos delante del Padre. Dios no nos llamó para "cambiar el mundo" a fuerza de voluntarismo, sino para ser sus testigos y anunciadores de un mundo nuevo. Es difícil esperar la intervención divina, pero ahí es donde reside la fe; espera en la promesa. "Entonces, en el reino de su Padre los justos resplandecerán como el sol. El que tenga oídos, que oiga."

viernes, 10 de septiembre de 2021

El mal gobierno no siempre dominará

"El mal gobierno no siempre dominará en la tierra que Dios ha dado a su pueblo, no sea que su pueblo comience a practicar la maldad. Señor, haz bien a los hombres buenos, a los hombres de corazón sincero; pero a los que van por mal camino hazlos correr la suerte de los malhechores." Salmos 125.3-5


Las últimas décadas han sido escenario del surgimiento y radicalización de amplios sectores evangélicos, cuya sed de poder y dominación se expresa de manera virulenta y violenta. Enmascarado detrás de un discurso moralizador está el deseo de imponer, por la fuerza si es necesario, una visión reducida y reduccionista del mundo. El amor incondicional de Dios es reemplazado por un legalismo opresivo. La palabra de perdón y reconciliación da paso a la idolatría de las armas. El reinado de Cristo, príncipe de paz, es pisoteado por el aplauso a políticos oportunistas que usan el nombre de Dios para disfrazar el vómito de sus sórdidos intereses.


"El cetro de los impíos no prevalecerá sobre la tierra entregada a los justos; si lo fuera, incluso los justos cometerían injusticia". Muchos nos sentimos perplejos e impotentes ante la situación: injusticia, violencia manifestada en innumerables formas, corrupción y malicia, disfrazada bajo el disfraz de la aprobación de numerosos sectores eclesiásticos. Aunque el panorama se ve cada día más oscuro, la luz de la esperanza prevalece. A menudo llegamos a pensar que tal vez somos nosotros los que malinterpretamos, pero Dios no nos deja indefensos.




El mal no se combate con el mal. La oscuridad no se desenmascara con una mayor oscuridad. Solo el calor del bien y la luz de la verdad pueden disipar la frialdad y la oscuridad del mal. Frente al moralismo ciego y opresivo, practiquemos la compasión. Frente a la violencia desenfrenada, practiquemos la paz. Frente a la corrupción, practiquemos la rectitud. Como pueblo de Dios, confiamos en que él transformará todo en la consumación de todas las cosas; sin embargo, no fuimos creados para esperar de brazos cruzados. El anhelo de "cielos nuevos y una tierra nueva" es inseparable del anhelo y la práctica de la "justicia que habita en ellos". "Señor, trata con bondad a los que hacen el bien, a los que tienen un corazón recto. Pero a los que se desvían por caminos torcidos, el Señor castigará a los malhechores".


viernes, 3 de septiembre de 2021

Un cuerpo

"Dios sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio a la iglesia, como cabeza de todo, pues la iglesia es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena a plenitud." Efesios 1.22-23


Cuentan los historiadores que aunque entre Martín Lutero y Felipe Melanchton había una considerable diferencia de edad y de temperamento, pues el primero era unos catorce años mayor que el segundo y era, aquél, más violento que éste en la manera de tratar los asuntos relacionados con la Reforma, y aunque algunas veces también estuvieron distanciados un poco por tener algunas diferencias doctrinales, los dos grandes reformadores siempre estuvieron vinculados por profundos y fuertes vínculos de compañerismo cristiano que les hicieron olvidar las diferencias y ponerse de acuerdo. En el fondo de su corazón se amaban cristianamente, y por lo mismo triunfaban el amor y el respeto que se tenían mutuamente; y cuando murió Lutero, Felipe Melanchton pronunció una oración fúnebre muy elogiosa para aquel hombre de Dios.


La pandemia, con sus restricciones y el distanciamiento físico obligatorio, lanzaron un desafío a nuestra forma de entender y practicar el compañerismo y la comunión. El interés legítimo de resguardar nuestra salud y la de nuestros seres queridos  nos condujo a la tentación de vivir la fe de modo intimista e individualista, olvidando que somos el Cuerpo de Cristo, una comunidad fraterna de amor y comunión. Podemos estar distanciados por las circunstancias, pero permanecemos unidos en Cristo.




La iglesia cristiana es más que una agrupación de individuos que profesan la misma doctrina o practican los mismos ritos; es creación del Espíritu Santo por medio de la Palabra de reconciliación. Jesucristo, Dios mismo, cargó con todos los pecados del mundo a través del bautismo que recibió de Juan el Bautista, fue condenado por todos los pecados al derramar Su sangre hasta morir en la Cruz; se levantó de entre los muertos y así ha completado la obra de salvación para hacernos justos delante del Señor. En la iglesia cristiana, la comunión de los santos, Cristo vive y actúa. Con esa certeza, podemos estar seguros de que ningún distanciamiento, ninguna enfermedad, ninguna ley humana podrá separarnos ni desanimarnos. Nuestra victoria está asegurada, porque nuestra victoria es Cristo "Aquel que todo lo llena a plenitud."