viernes, 30 de octubre de 2015

En este mismo lugar


Emprendo este camino
sin mapa ni compás.
Cada paso es volver
al mismo lugar.

Para sortear la montaña
me despojo de todo haber.
No hay en el peso del
pasado nada para hoy.

Atravieso el río,
me despojo de hacer.
¿Qué tiene este día
que no haya sido siempre?

Y el mar inmenso asusta.
Me despojo de ser,
para encontrarte a Ti
que nunca te fuiste.

martes, 27 de octubre de 2015

Conservar la integridad


La integridad espiritual, la entereza de lo más profundo de nuestro ser, es la única cosa que importa. Por esa razón Jesús enfatiza que ningún sacrificio puede ser considerado demasiado grande para asegurar la integridad de nuestra alma. Cualquier cosa que ponga en riesgo la integridad espiritual debe ser reconocida, rechazada y abandonada, incluso si eso produce malestar en nosotros.

"Así pues, si tu ojo derecho te hace caer en pecado, sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. 30 Y si tu mano derecha te hace caer en pecado, córtatela y échala lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo vaya a parar al infierno." Mateo 5.29-30

Cualquier cosa que se interponga entre nosotros y nuestra verdadera comunión con Dios, el bien siempre presente; sea un vicio, un viejo rencor sin perdonar, la codicia por las cosas de este mundo, debe "ser arrancado". Esas cosas, que son tan obvias, son fáciles de identificar y abandonar si lo deseamos. Pero existen otras, tanto o más perniciosas, que son más sutiles como el orgullo espiritual, las santurronería y el egoísmo que se levantan como barreras inexpugnables a la hora de salvaguardar nuestra integridad espiritual.

Las palabras de Jesús encienden nuestra susceptibilidad, especialmente porque muy dentro nuestro sabemos bien lo que significan. Nuestro deseo de atesorar la maldad es tan grande que nos ocultamos tras la dureza de las palabras para excusarnos y no cambiar. No nos engañemos, sin abandonar lo  que se interpone a la plena comunión con Dios nuestra vida se empobrece y finalmente perece en "el infierno."

viernes, 23 de octubre de 2015

Cuidemos los pensamientos

"Ustedes han oído que se dijo: “No cometas adulterio.” Pero yo les digo que cualquiera que mira con deseo a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón." Mateo 5.27-28

En este conocido pasaje, Jesús enfatiza el principio espiritual fundamental, que el mundo en general desconoce, que lo que realmente importa es el pensamiento, lo que tenemos "en el corazón". Las personas suponen que, siempre que sus acciones se ajusten a la ley, han cumplido razonablemente con la norma moral, y que sus pensamientos y sentimientos son un asunto sin consecuencia. Pero, el tipo de pensamiento que nosotros permitimos se haga habitual, más tarde o más temprano se expresará en acción. 

"[...] uno es tentado por sus propios malos deseos, que lo atraen y lo seducen. De estos malos deseos nace el pecado; y del pecado, cuando llega a su completo desarrollo, nace la muerte." Santiago 1.14-15

La consecuencia lógica de este principio debería llamarnos la atención. Significa que si mantenemos pensamientos codiciosos por el dinero o las propiedades de otra persona, somos ladrones, aunque todavía no hayamos echado mano del botín. El adúltero en el corazón se está corrompiendo espiritualmente aunque su pensamiento impuro nunca se materialice. "Los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, las maldades, el engaño, los vicios, la envidia, los chismes, el orgullo y la falta de juicio", cuando los abrigamos en la mente, llevan el consentimiento del corazón, y este consentimiento es la malicia del pecado.

"Cuida tu mente más que nada en el mundo, porque ella es fuente de vida." Proverbios, 4.23

martes, 20 de octubre de 2015

Llegar a un acuerdo

"Si alguien te lleva a juicio, ponte de acuerdo con él mientras todavía estés a tiempo, para que no te entregue al juez; porque si no, el juez te entregará a los guardias y te meterán en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo."  Mateo 5.25-26

Jesús enfatiza en estas palabras otro aspecto su consejo de “vigilar y orar”. Siempre resulta más sencillo sortear una dificultad si la enfrentamos apenas aparece de lo que será después de que el problema haya echado raíces en el corazón. En el momento que la contrariedad se presenta, afirmémonos en la verdad, no dándole oportunidad de hacer mella. Además, cuanto mayor atención le damos a una dificultad, ella se cuela hasta las profundidades de la mente, y cuanto más se enfatiza, tanto más difícil será liberarse de la misma.

El Maestro, cuando se proponía destacar un punto relevante, empleaba una imagen de la vida cotidiana. En aquellos tiempos, la ley que se aplicaba a los deudores era muy severa. Cuando un hombre endeudaba, le convenía llegar, lo más rápido posible, a un acuerdo con su acreedor. Inclusive en nuestros días es preferible para un deudor evitar que su caso llegue a la corte.

Llegando a un acuerdo con el adversario mientras aún estamos de camino, es decir, corrigiendo nuestra percepción espiritual inmediatamente en lo que respecta a alguna dificultad, no incurrimos en “litigios” y la transacción permanece simple.

Es posible que al abrir el correo esta mañana nos encontramos una mala noticia. La mayor parte de la gente, en tal caso, se llenaría con pensamientos pesimistas, anticipando toda clase de dificultad que pudiera aparecer. Como fuere, lo apropiado, apenas recibimos las malas noticias, es volver nuestra atención a Dios -el Dios esencial, como lo llama Meister Eckhart- y rehusarnos a perder la paz que gozamos en la unidad de espíritu. Si hacemos eso, perseverando con firmeza hasta que la paz de espíritu esté restaurada, encontraremos que en poco tiempo, de un modo u otro, el problema desaparecerá.

"Porque esto es lo que dice: «Todos los que invoquen el nombre del Señor, alcanzarán la salvación.»" Romanos 10.13

viernes, 16 de octubre de 2015

El reencuentro

“Un hombre tenía dos hijos”… Con esas palabras, Jesús nos introduce en la tercera y última historia de las contenidas en el capítulo 15 de Lucas, que es el desenlace consecuente de los relatos precedentes. En las parábolas anteriores, hay un elemento activo (un hombre, una mujer) y otro pasivo (una oveja, una moneda). Pero, para responder plenamente al cuestionamiento de los religiosos, Jesús nos presenta una última historia en que todos sus actores son activos, todos tienen un rol. Así es el encuentro con Dios, una relación de personas que actúan libremente.

"Jesús contó esto también: «Un hombre tenía dos hijos, y el más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca.” Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada. Pero cuando ya se lo había gastado todo, hubo una gran escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: “¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.” Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus criados: “Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.” Comenzaron la fiesta. Entre tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y el baile. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. El criado le dijo: “Es que su hermano ha vuelto; y su padre ha mandado matar el becerro más gordo, porque lo recobró sano y salvo.” Pero tanto se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciera. Le dijo a su padre: “Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo.” El padre le contestó: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero había que celebrar esto con un banquete y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.” Lucas 15.11-32

En la mayor parte de las sociedades, para no arriesgarnos a decir en todas, el hijo o hija mayor posee una relevancia particular. En la historia que nos ocupa, por el contrario, todo gira en torno del menor. Quien debería, por la fuerza de las circunstancias, “ponerse en su lugar”, reclama su parte de la herencia. Con arrogancia y rebeldía el hijo menor exige su parte. Sorprendentemente el padre accede, otorgándole su parte de la hacienda.

Habiendo conseguido su independencia, y los recursos para demostrarla, el hijo menor deja el hogar. Nada quiere saber con quedarse cerca. No, se va a una tierra lejana, una provincia apartada donde nadie le conoce. Su actitud hacia el padre había sido despreciable, lo mejor era correr entre los extraños, ocultarse, pasar por una persona decente, educada y de buena posición. Máscaras que no lograron disfrazar lo que era en realidad: “todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada”.

Una vida desreglada, tarde o temprano, lleva a la ruina. Y el hijo menor no fue la excepción. En su desenfreno malgastó todo cuanto había recibido de su padre. Él, que llegó a esa tierra como un potentado, se encontraba ahora en la miseria. Para empeorar la situación, una gran carestía se abatió sobre su nueva patria. Entonces, sufrió hambre. Él, que había recibido su parte de la herencia, fue reducido a la mendicidad.

En la necesidad cualquier auxilio es bienvenido. El hambre acuciante destruye cualquier resabio de arrogancia que aún pudiese anidar en el corazón. Hambriento, sin recursos, extraño en tierra extraña, el hijo menor se humilla para cuidar cerdos. Cualquier resto de dignidad, al entrar en la porqueriza, se va como el viento que pasa.

El joven mimado y arrogante, que había conseguido que su padre le diese sus posesiones antes de tiempo y contra todas las leyes y costumbres, ahora no es más que un pordiosero. Pobre, desestimado, e impuro. Ya nada más importaba, si fuese posible él quería comer las algarrobas de los inmundos cerdos. Pero nadie se las daba. El colmo de la desesperación, darse cuenta que no valía ni siquiera lo que los puercos.

En este punto los religiosos ya se habrían dado cuenta quién era ese hijo menor. Seguramente pensaban: “bueno, aunque es extraño, este rabino Jesús piensa más o menos como nosotros… los publicanos y pecadores son inmundos, y es como si cuidasen cerdos”. Para los fariseos de ayer y de hoy no existe nada más importante que poder justificarse como buenos, y también asegurarse que todos los demás son perversos e inmundos, y están irremisiblemente condenados (Lucas 18.11, 12).

El hambre puede ser un maestro cruel, pero efectivo. Y el hambre de alimento no siempre es la peor. Existen hambres más profundas y mucho más difíciles de saciar. Aunque debemos reconocer que la falta de pan es, tal vez, la situación más triste en que un ser humano puede encontrarse. Acuciado por su apetito insatisfecho, ¡el hijo menor vuelve en sí!

Él, que lo había tenido todo, se da cuenta de lo bajo que ha caído. Nació para ser heredero, pero ahora es un pordiosero reducido a cuidar de animales inmundos. Sabe que, en casa de su padre, aun los siervos y jornaleros gozan de abundancia. ¿Por qué quedarse en esa situación tan triste? Porque para volver atrás habría que reconocer todo lo que se hizo mal.

“Jesús les preguntó: ¿qué opinan ustedes de esto? Un hombre tenía dos hijos, y le dijo a uno de ellos: ‘Hijo, ve hoy a trabajar a mi viñedo’. El hijo le contestó: ‘¡No quiero ir!’ Pero después cambió de parecer, y fue. Luego el padre se dirigió al otro, y le dijo lo mismo. Este contestó: ‘Sí señor, yo iré.’ Pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo lo que su padre quería? El primero – contestaron ellos. Y Jesús les dijo: Les aseguro que los que cobran impuestos para Roma, y las prostitutas, entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos. Porque Juan el Bautista vino a enseñarles el camino de la justicia, y ustedes no le creyeron; en cambio, esos cobradores de impuestos y esas prostitutas sí le creyeron. Pero ustedes, aunque vieron todo esto, no cambiaron de actitud para creerle.” Mateo 21. 28-32

El arrepentimiento es una disposición del corazón que se refleja en actitudes. Implica reconocer y no justificar la propia falta, asimilar el daño causado a sí mismo y a los demás, y estar dispuesto a reparar y pedir perdón. Eso es arrepentimiento, cambio de mente y de dirección. No es arrepentimiento aquél que produce nada. Como los hijos de la parábola anterior, solamente cumple con el deseo del padre aquel que va y hace. Responder sí o no es importante, pero decisivo es hacer o no hacer.

Agobiado por sus circunstancias, el hijo menor asume una actitud: volverá a casa de su padre. Él ensaya las palabras que dirá: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.” Con el corazón cambiado, emprende el camino de regreso… No sabe cómo será recibido, pero ya nada lo detendrá. El auténtico arrepentimiento no se guía por intereses egoístas, actúa y ya, porque eso libera.

Todavía estaba el hijo lejos de casa cuando, a la distancia, el padre le vio venir. El amor del padre nunca cesa de esperar por el regreso del hijo que, aunque perdido, siempre tendrá un lugar en el hogar. La compasión y la misericordia impulsan la carrera del padre, él se adelanta y toma la iniciativa de ir al encuentro del hijo que vuelve, así como el hombre que fue al desierto en busca de su oveja y la mujer que iluminó y barrió su casa para encontrar la dracma. Antes de mediar cualquier palabra, el abrazo y el beso del padre expresan lo que ningún discurso jamás podrá decir.

El amor incondicional es incomprensible. La actitud humana suele estar regida por: te quiero si tú me quieres. No por ser recibido con un abrazo y un beso el hijo menor da por sentado el perdón, como si este fuese una obligación. No, él dice las palabras que tantas veces repitió durante el camino: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.”

Lejos de escuchar la confesión del hijo, que no por ser motivada por el hambre era menos sincera, el padre manda a sus siervos que lo vistan, le den un anillo y zapatos para calzarlo. Es una completa restauración. El vestido representa la justicia y la seguridad (Gn 3.21), como la oveja que fue rescatada. El anillo, símbolo de autoridad (Gn 41.42), nos refiere al valor recuperado, como aquella dracma que la mujer buscó hasta encontrar. Y por último, los pies calzados indicaban el camino recto que el hijo había retomado. El que estaba perdido y muerto, fue encontrado y revivió.

El reencuentro es motivo de regocijo, de festejo, de gozo y alegría (versículos 7 y 10). El padre manda a preparar el mejor animal del rebaño; no se repara en precios cuando la fiesta es verdadera. El regreso del aquel hijo que se daba por perdido ameritaba lo mejor, lo más valioso (cf. 1Pe 1.18-19). El amor de Dios es incomprensible, pero su espera es constante, su favor, inquebrantable y su perdón, completo.

“¿Por qué éste come con publicanos y pecadores?” Porque vino a buscar y salvar lo que se había perdido. Vino a conducirnos a la seguridad del hogar que nunca debíamos haber dejado, y proveernos de abrigo y sustento (cf. Jn 10.9) Vino a devolvernos nuestro justo valor (cf. 1Co 6.20). Vino para ser nuestro banquete de alegría en la casa del padre (cf. Ap 19.7-9).

La música y las danzas, sonidos de la fiesta, llamaron la atención del hijo mayor que retornaba después de un día de intenso trabajo en el campo. Para él no había nada de especial aquel día, era uno más de labor y rutina. Sin comprender qué podría estar sucediendo, le preguntó a uno de los empleados de la casa ¿qué era aquello?

La historia que nos ocupa se inició diciendo: “Un hombre tenía dos hijos”, pero hasta ahora no se había mencionado al hijo mayor. No fue él quien exigió que su padre repartiese la herencia, él era respetuoso. No fue él que se fue a una tierra lejana a disipar sus bienes, él era responsable. No fue él quien tuvo que cuidar cerdos, él era puro. Cuando por fin aparece en la historia, viene del campo, de la labor, él es trabajador. El hijo mayor es un ejemplo, un buen modelo diríamos todos.

Al escuchar cuál era el motivo del festejo: “¡tu hermano volvió a casa! Por eso tu padre mandó a matar el mejor becerro y mandó a hacer esta fiesta”, él sintió un intenso enojo. Su hermano, irrespetuoso, irresponsable, pecador e impuro, volvió a casa después de malgastar la herencia recibida y ¿además le hacen fiesta? ¡Eso es tan injusto!

Así, como el hijo mayor, eran los fariseos y escribas que habían interpelado a Jesús por recibir y compartir la mesa con publicanos y pecadores. Ellos siempre habían permanecido “en la casa”, y se habían esforzado por hacer las obras de la ley “trabajando en el campo”, pero no podían entender la fiesta y la liberalidad del padre para conmemorar el regreso del pecador inmundo y disoluto. Podían, exteriormente, aparecer como ejemplos de justicia, pero estaban llenos de amargura.

La amargura hace que el hijo mayor rechace la invitación del padre para unirse a la fiesta. La vida es dura, no hay espacio para la fiesta ociosa. Ante la insistencia amorosa del padre, su respuesta es rígida y rencorosa: “Tú sabes cuantos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo.”

Hemos aprendido a reaccionar según el libreto, sabemos que la actitud del hijo mayor está mal. Pero, bien dentro nuestro, sentimos que él tenía razón. No podemos dejar de solidarizarnos con su justa indignación. Su padre no veía bien las cosas. ¿Cómo llamar hermano a ese libertino? No, es simplemente “ese hijo tuyo”

Una vez más nos sorprende el enigma misterioso de la gracia; el propósito del padre es la fiesta para todos sus hijos. No rechaza los argumentos enardecidos de su hijo mayor, pero le hace ver que, desde siempre: “Para todas las cosas hay sazón, y todo lo que se quiere debajo del cielo, tiene su tiempo… tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar y tiempo de bailar.” (Eclesiastés 3.1, 4) Y ahora, que todos estaban juntos, era tiempo de fiesta y alegría.

El regreso del hijo perdido y dado por muerto es motivo para regocijarse. Llamar a los publicanos y pecadores al arrepentimiento, y anunciarles el amor constante del Padre, es motivo suficiente para recibirlos y comer junto con ellos. Si los cielos y los ángeles del cielo se alegran por un pecador que se arrepiente, ¿cómo no alegrarnos también nosotros? ¿Cómo no sumarnos al festejo, al banquete de Dios?

A los ojos de Dios, todos estamos muertos en nuestros delitos y pecados (cf. Ef 2.1, 5). Cuando nos volvemos a Dios, que nos busca y nos llama sin cesar, recibimos vida, vida auténtica y plena (cf. Jn 5.24-25; Cl 2.13). Y por cada uno de nosotros, Dios se alegra y dice: “era menester hacer fiesta, porque este tu hermano muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado”.

En la mesa del reencuentro y la reconciliación encontramos nuestra verdadera identidad. Somos amparados en la seguridad del hogar, en una comunidad de amor. Recobramos nuestro valor, ya que fuimos comprados por un alto precio. El banquete es de alegría, de amor, de fraternidad solidaria. Todos somos bienvenidos a la casa del Padre. Sin importar el pasado, sin preocuparse por el futuro, en un eterno ágape.

martes, 13 de octubre de 2015

Enojo peligroso...

El enojo, la ira, el resentimiento, el deseo de revancha, el sentimiento de “se lo merece”, forman una barrera inexpugnable para el desarrollo espiritual. Jesús dijo que si estamos ante el altar llevando nuestra ofrenda y hacemos memoria que un hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar allí mismo el presente e ir a hacer la paz, cuando hayamos hecho eso, entonces la ofrenda será aceptable.

"Así que, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda." Mateo 5.23-24

El Maestro toma esta profunda lección de la tradición oriental. Él dice en primer lugar que quien está enojado con su prójimo está en peligro, segundo, que ser hostil con otra persona, es un peligro aún más grave, y por último que guardar ira hacia un hermano o hermana es colocarnos fuera de cualquier esperanza de crecimiento espiritual mientras permanezcamos en ese estado de rencor.

Es notable que un gran número de versiones bíblicas cometen un notable error al traducir este pasaje, introduciendo una frase que no se encuentra en los manuscritos más antiguos y ponen en boca de Jesús: “Así que si alguien está enojado sin justa causa”, lo cual es una ridiculez manifiesta. Ninguna persona en su sano juicio se enoja sin lo que ella considere una razón válida, una causa justa. Lo que Jesús dijo fue cualquiera que esté enojado con su hermano por cualquier circunstancia está en peligro.

viernes, 9 de octubre de 2015

Recuperar el valor

"O bien, ¿qué mujer que tiene diez monedas y pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa buscando con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que había perdido.” Les digo que así también hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se convierte." Lucas 15.8-10

Depósito de todas las impurezas, menospreciada, de menos valor que el ganado; así veían los fariseos a la mujer, no Jesús. Hábilmente él introduce esta parábola estableciendo un paralelismo obvio con la anterior: “¿qué hombre… o qué mujer?” No hay para Jesús ninguna diferencia de dignidad, de habilidad o de valor entre hombres y mujeres. Y como aquel que busca lo que se había perdido, Jesús se identifica, en este corto relato, ¡con la mujer!

No se puede decir que diez dracmas (algo así como el salario de diez días) fuese una gran fortuna. Pero sí era una significativa suma en medio de la pobreza de la provinciana Galilea. Lo que sí sorprende es que esa suma estuviese en posesión de una mujer. No importa si el dinero lo había ganado ella, o fuese provisto por el marido; perder el valor de un día completo de trabajo con toda seguridad la afectaba ¿cuánto más debe afectar a Dios ver perdida a la humanidad que creó para ser su reflejo?

En la parábola anterior (Lucas 15.4-7) Jesús compara a los pecadores con la oveja perdida, en ésta lo hace con una dracma. El precio corriente de una oveja era una dracma. Él se está refiriendo a los mismos sujetos. Y, ¡cuánto vale la pena buscarlos con diligencia!


Esa mujer hacendosa, dándose cuenta del extravío, enciende una luz, solamente la luz permite ver. Después barrió la casa y buscó con diligencia hasta encontrar su dracma. Del mismo modo Jesús encendió su luz, limpió el camino y nos buscó con amor incansable (cf. Jn 1.5, 8.12, 12.35; He 10.19; Jn 12.32). Es increíble que aquellos de quienes se esperaría mayor sensibilidad hacia la manifestación de la gracia sean, por el contrario, sus mayores opositores.

Vivimos en una época en que se hace sentir de la forma más cruel la pérdida del propio valor por parte de la humanidad. Aunque se exalta la libertad, el consumo y el placer, se percibe un vacío tremendo en la vida de gran parte de nuestros semejantes. Los métodos llamados de auto-ayuda no hacen más que maquillar un poco las heridas que, tarde o temprano, supuran. Únicamente siendo encontrados por Dios es que podemos reencontrar nuestro verdadero valor.

Y el encuentro produce alegría. Una alegría que debe compartirse. La felicidad es real cuando puede extenderse a todos los que nos rodean. La moneda hallada recuperó su valor y utilidad, en la simplicidad de la fiesta se conmemora y se hace comunión. Una fiesta que se comparte con los ángeles de Dios, porque un pecador que se arrepiente es alguien que también ha recuperado su valor y su auténtica utilidad para Dios, para sí mismo y para todos los que comparten su vida.

martes, 6 de octubre de 2015

Autodominio

"Ustedes han oído que a sus antepasados se les dijo: “No mates, pues el que mate será condenado.” Pero yo les digo que cualquiera que se enoje con su hermano, será condenado. Al que insulte a su hermano, lo juzgará la Junta Suprema; y el que injurie gravemente a su hermano, se hará merecedor del fuego del infierno." Mateo 5.21-22

La Ley de Moisés ordenaba: “no mates”, pero Jesús nos dice que el deseo de matar, o inclusive sentir animosidad contra nuestro semejante, es suficiente para excluirnos del Reino de los Cielos. Para la gente primitiva, significó un gran paso poder ser persuadida de que simplemente no matar no era el espíritu de la Ley, sino también desarrollar suficiente dominio propio para superar la ira. 


La realización espiritual demanda que la ira, en todas sus manifestaciones, sea superada. Es imposible alcanzar algún progreso espiritual valedero, o manifestar el poder transformador del Espíritu, hasta que nos hayamos liberado del resentimiento y la condenación. Podemos tener la realización o la indignación, cualquiera de los dos, pero nunca ambas.

viernes, 2 de octubre de 2015

Sin importar la distancia

"Entonces Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, contento la pone sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido.” Les digo que así también hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse." Lucas 15.3-7

En muchas ocasiones Jesús confronta a los religiosos con su propio egoísmo hipócrita. Sin ninguna duda, cualquiera de ellos estaba más que dispuesto a cuidar de sus animales y sus propiedades. Jesús no intenta justificar su compartir con los publicanos y pecadores, sino que inicia confrontando a los acusadores con su íntima dureza. En todas las épocas, en todas las sociedades, en todas las culturas, parece que hay mayor interés en las posesiones (aun por parte de las personas “religiosas”) que en el ser humano.

La pregunta básica no era la que se hacían los escribas y los fariseos mientras refunfuñaban contra Jesús: “¿por qué éste recibe a los pecadores y come con ellos?” Sino ¿hasta dónde se debe ir para hallar al que necesita socorro? Jesús se pone implícitamente en el lugar de ese pastor que va hasta los confines del desierto para buscar y encontrar a su ovejita perdida. No importa la distancia ni las dificultades, el esfuerzo vale la pena.

La imagen del pastor que vigila, protege y alimenta a sus ovejas es una referencia típica en el Antiguo Testamento (cf. Sl 23.1; Is 40.11; Jr 31.10; Ez 34.11-16; etc.) para presentar la relación de Dios con su pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús asume totalmente el oficio y la identidad de pastor del rebaño; él es el buen pastor que da la vida por sus ovejas (Juan 10.14-15).

Hasta el más preocupado de los pastores, al encontrar la oveja, la hubiese enlazado y arrastrado de nuevo a su aprisco. Pero Jesús dice que éste pastor la alza sobre sus hombros. Y regresa, no molesto por el esfuerzo y el agotamiento del camino, sino alegre por haber hallado a la que buscaba. Los religiosos deben haberse sentido muy ofendidos con esa imagen, ellos eran especialistas en poner yugos pesados (cf. Mt 23.4)… ¡y aún lo son!

El amoroso y compasivo pastor vuelve a casa, con su ovejita sobre los hombros. Él ha soportado el calor y la aridez del desierto para rescatar a la que, por sí misma, hubiese perecido. Cualquiera pensaría que merece un descanso, pero ¡no! Él organiza una fiesta para sus familiares y amigos, ¿es que su oveja era tan valiosa? No, el precio de la oveja era aproximadamente el salario de un día de trabajo; además, el pastor de la parábola poseía otras noventa y nueve. Entonces ¿por qué la fiesta?

Jesús responde con un final inesperado: “Les digo que así también hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.” Lucas 15.7

Recapitulemos… La oveja se perdió. El pastor salió a buscarla. Fue él quien la encontró. Él la cargó sobre sus hombros. Pero, en el final de la parábola, Jesús nos sorprende aplicando esta historia a los pecadores que se arrepienten. Definitivamente, hay algo más en esta historia; quien tenga oídos para oír, que oiga. Ser encontrado por Dios, es también encontrarnos con nosotros mismos.