viernes, 14 de agosto de 2015

Perdidos y encontrados...

La gracia de Dios, su misericordioso amor por los perdidos, es un enigma profundo que ha ocupado la oración, la meditación y la tentativa respuesta de los teólogos de todas las épocas y tendencias. Y las respuestas siempre han sido, como no podía ser de otra forma, parciales e incompletas por ser humanas. No hay forma de definir, describir o enunciar la gracia sin haberla experimentado, y las experiencias son tantas como seres humanos ha habido y hay en el mundo…

En el evangelio de Lucas (capítulo 15), Jesús nos presenta tres historias (parábolas) que ilustran el interés de Dios en rescatar, encontrar, y restaurar lo perdido. Lo perdido, perdido está, si fuese de otra manera no estaría perdido. Es en ese extravío fundamental que Jesús describe la situación humana. No ha perdido su naturaleza, ni su identidad, pero se encuentra lejos de la seguridad, despojado de valor y andando como extranjero.

En la primera historia, Jesús propone la condición humana como la de una oveja perdida. Lejos de la seguridad del rebaño y de la vigilancia del pastor, el mundo se percibe hostil, agresivo, intimidante. La violencia es fruto de la percepción de la hostilidad, pero en el fondo todos estamos indefensos. El pastor, sin dudar, sale en busca de su ovejita, la carga sobre sus hombros, y la conduce a la seguridad.

La segunda parábola se centra en la valoración. Una moneda perdida está despojada de su valor; sus características no han cambiado, pero no se puede comprar nada con ella. La autoestima del ser humano, en general, está depreciada, subvalorada. Y, lamentablemente, las recetas de masaje psicológico no sirven más que para poner una máscara sobre el rostro vacío. Jesús, por el contrario, pone la solución en la recuperación del valor real.


Las ovejas son irracionales y las monedas totalmente inanimadas. Pueden servir como ilustraciones, pero nunca van a alcanzar la profundidad, y la complejidad, de la situación humana. Por eso Jesús nos cuenta una historia más completa, más larga, más reveladora y finalmente más consoladora; es el regreso del hijo que se fue a una tierra lejana y disipó aquello que su padre siempre había guardado para él. Lejos del padre, aunque hijos y herederos, no somos más que mendigos y extranjeros despreciados.

Las tres historias terminan con un detalle pocas veces percibido, la fiesta, la alegría. Parece que la religión no deja lugar para el gozo. Pero Jesús sí. La celebración es la expresión del reencuentro, del amor compartido. El encuentro con Dios es un banquete.

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