viernes, 28 de agosto de 2020

El Señor oye a los humildes

"Tú, Señor, estás en las alturas, pero te dignas atender a los humildes; en cambio, te mantienes alejado de los orgullosos." Salmos 138.6


Si nos dedicamos a la oración es porque, además del impulso de la gracia, confiamos en que permanecer en la presencia divina nos transformará. No hay duda de que es así y nos lo tomamos en serio. Pero a menudo la transformación que esperamos es, a fin de cuentas, egoísta: queremos paz, armonía y calma. Cuando, después de un tiempo, nos damos cuenta de que Dios sigue sus propios caminos, surge la desilusión y el deseo de abandonar.


Cuando nuestros problemas, tribulaciones y dudas parezcan multiplicarse, la mayoría de nosotros intentará resolverlos con el mejor esfuerzo y atención. Pero, paradójicamente, cuanto más lo intentamos, más parecen aumentar nuestros reveses. Las Escrituras contienen numerosas invitaciones y exhortaciones a no poner la esperanza en nuestras propias fuerzas, sino a refugiarnos en la presencia de Dios. Para la mentalidad pragmática, esto no es más que un escape, un escape de enfrentar la realidad. ¿Es eso así? "Señor, ¡que todos los reyes de la tierra te alaben al escuchar tu palabra!" (Salmos 138.4).


En la humildad está el secreto de la bendición divina. No somos nosotros, no está en nuestras manos, sino que Dios mismo viene en nuestra ayuda. La arrogancia es la raíz del pecado; y la causa de nuestros mayores problemas. Cuando nos rendimos y reconocemos que no podemos solos, que dependemos de Dios, de nuestros semejantes y del entorno en el que vivimos, nos abrimos a la realidad y eficacia de las promesas divinas. "Tú, Señor, cumplirás en mí tus planes; tu misericordia, Señor, permanece para siempre. Yo soy creación tuya. ¡No me desampares!" (Salmos 138.8).



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