martes, 5 de diciembre de 2017

No, no, no y no

"¡Cuida, oh Dios, de mí, pues en ti busco protección!" Salmos 16.1

Una antigua regla de la medicina dice que antes de poder curar hay que evitar hacer más daño. Muchas veces, tal vez, nos hemos preguntado por qué la mayoría de los preceptos y mandamientos de Dios se formulan de forma negativa. Es que, si bien estamos de llenos de confianza y pensamos que podemos hacer todo bien, lo cierto es que no podemos llenar el padrón divino.

Si bien es cierto que por nuestras propias fuerzas no podemos cumplir la Ley de Dios, y que esa falencia radical nos revela la naturaleza y los efectos del pecado, también es cierto que Dios no nos ha dejado a la deriva. Las promesas divinas, firmes pruebas del amor del Padre, nos colocan en una relación diferente con la Ley, una relación sanadora, liberadora y transformadora. Partiendo de cuatro principios basados en las promesas del Evangelio, meditaremos sobre esa relación transformadora.


Uno de los mayores problemas de nuestra vida es la falta de tiempo. Siempre estamos apresurados y, aunque sea un reflejo inconsciente, esa prisa no es otra cosa que temor a la muerte. En el Evangelio Dios nos promete la vida eterna. De hecho, en Cristo, estamos ahora mismo en la eternidad. Por lo tanto, ¿por qué agitarse? No andemos apresurados.

Desconocedores, como somos, del tiempo, el pasado nos llena de culpa, el presente se nos escapa y el futuro nos causa preocupación.  El Evangelio nos asegura que somos posesión de Dios y Dios es amor. No sólo eso, sino que Él mismo lleva nuestras cargas y nuestras ansiedades. Por lo tanto, ¿por qué inquietarse? No nos preocupemos.

Uno de los peores frutos del pecado es creernos mejores que los demás y con derecho a condenarlos. Aunque la Ley nos muestre que somos pecadores, siempre pensamos que los otros son más pecadores. Dado que no podemos ver el corazón de otra persona, desconocemos su realidad, y las dificultades que haya tenido que enfrentar, por eso no podemos saber qué habríamos hecho en su lugar. En el Evangelio Dios nos otorga su perdón infinito, sin condiciones, solo por gracia. Por lo tanto, ¿por qué habríamos de juzgar a nuestros semejantes? No juzguemos ni condenemos.

El corazón endurecido por el pecado es rencoroso y vengativo. Queremos que todo el peso de la Ley caiga sobre quien nos ofendió o dañó, pero olvidamos que "el que a hirro mata, a hierro muere". El Evangelio nos asegura que la justicia de Dios jamás falla. Dejemos libre nuestra conciencia y nuestro corazón, así como a quien nos ofendió, poniéndolos en las manos de Dios. El rencor es veneno, pero el perdón es medicina para el alma. Por lo tanto, ¿por qué envenenarnos? No guardemos rencor ni resentimientos.

"Pero si el Espíritu los guía, entonces ya no estarán sometidos a la ley." Gálatas 5.18

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