viernes, 23 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad

Cuando era un niñito (sí, ¡yo también fui niño!) para mí no existía Papá Noel, ni Santa Claus, ni el viejito pascuero, ni como sea que le llamen; Papá Noel entró en escena cuando me contaron un cuento, y el cuento resultó encantador. Un dulce viejito que vive rodeado de duendes en el Polo Norte y fabrica juguetes todo el año para regalarlos a los niños buenos en Navidad, ¿puede haber fábula más tierna?

Pero uno no siempre es niño. Al crecer empecé a poner en duda la existencia de aquel viejito gordo que bajaba secretamente por las chimeneas. Hasta que, finalmente, mi inquisidora inteligencia descubrió la innegable verdad de que no había ningún Papá Noel... era una burda mentira para engañar a los niños inocentes y convencerlos a portarse bien. Con mi adolescencia a flor de piel, me entretuve "iluminando" a mis infantiles y primitivas hermanitas, abriéndoles los ojos sobre esa fantasía de Papá Noel, y gozando con el sádico placer de destrozar sus ilusiones. 

La adolescencia tampoco dura eternamente (o al menos así debería ser), e indefectiblemente llegué a la adultez (el documento de identidad lo confirmaba), y empecé a comprender que Papá Noel es también un símbolo, una canción, una figura que aglutina alegrías, esperanzas y juegos, y lo acepté con una sonrisa. 

Ahora soy papá, y en la sonrisa esperanzada de mis niñitos puedo ver que Papá Noel es una verdad más verdadera que la verdad de los sentidos, es la verdad de que los seres humanos necesitamos ver más allá de nuestro cotidiano, no con la inquisitorial crítica del adolescente, sino con la estética mirada de un abuelito simpático.

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